Brillante e inalterable, el oro fue el metal más valorado por los
egipcios, que lo utilizaron profusamente en el ajuar y la decoración de las
tumbas reales
Los
egipcios valoraban de manera singular el oro. Lo consideraban el cuerpo del
Dios Ra que al igual que el metal amarillo, era incorruptible. Este gran pueblo
de la antigüedad, desarrolló por primera vez, una batería tecnológica en
prospección y beneficio del oro y también del cobre así como de una serie de
gemas. En el templo de Ramsés III en Medinet Habou (Tebas Occidental), hay una
serie de inscripciones que nos indican dónde se hallaba el oro en el Egipto de
la época.
En 1901, el gran arqueólogo
británico Flinders Petrie descubrió en Abydos, en la tumba del rey Djer, de la
dinastía I (hacia 3.000 a.C.), un brazo momificado que alguien había arrojado
en un rincón. El miembro, probablemente de una mujer, estaba envuelto en vendas
de lino; cuando Petrie las retiró aparecieron ante su vista cuatro espléndidos
brazaletes compuestos de oro, turquesa, lapislázuli y amatista. Las cuatro
pulseras, conservadas en el museo de El Cairo con todo su brillo original, son
uno de los testimonios más antiguos de la presencia de joyas de oro en el
antiguo Egipto.
En varias tumbas
predinásticas se han encontrado pequeñas muestras de oro, pero fue en
época tinita (el período en el que la capital de Egipto estuvo en Tinis, en el
Alto Egipto, hasta la dinastía II) cuando los orfebres egipcios alcanzaron una
gran pericia. Este alto nivel se mantuvo en los períodos siguientes, como
prueban los hallazgos en la pirámide del faraón Sekhemkhet, de la dinastía III
–en particular un recipiente de oro en forma de concha marina y un brazalete
compuesto de pequeñas esferas doradas–, así como al ajuar hallado por George
Reisner en la tumba de la reina Hetepheres, de la dinastía IV.
No fue hasta el Imperio
Medio, a finales del III milenio a.C., cuando se empezó a importar el oro
masivamente de Nubia, en el actual Sudán. La consiguiente abundancia de oro
alimentó el gusto por las joyas en la corte, al tiempo que la influencia
artística del Próximo Oriente y del Egeo inspiraba nuevas formas y técnicas de
orfebrería.
Podría decirse que fue en el
Imperio Medio cuando la orfebrería egipcia alcanzó su cénit. Los tesoros
exhumados por Petrie y Jacques de Morgan en El Lahun y Dashur, respectivamente,
en varias tumbas de reinas y princesas de la dinastía XII, reflejan la
perfección que alcanzó el arte de la fabricación de joyas.
En el Imperio Nuevo, el
famoso ajuar de Tutankhamón, faraón de la dinastía XVIII, a mediados del siglo
XIV a.C., si se prescinde de la incomparable máscara funeraria, no aporta
novedades en cuanto a las técnicas, las mismas que en el Imperio Medio, aunque
sí presenta aspectos originales en la temática y las formas. Durante la
dinastía XXI, trescientos años después, las técnicas y los motivos alcanzarán
la perfección; ejemplo de ello son los soberbios vasos hallados en la tumba
tanita de Psusennes I.
Existen numerosos
testimonios de la pasión que sintieron los egipcios por el oro. Uno de los
más espectaculares es el tesoro del Imperio Medio que halló el arqueólogo
francés Fernand Bisson de La Roque en 1936 entre los restos de un templo
erigido en honor al rey Sesostris I, segundo faraón de la dinastía XII, que
aparecieron bajo los escombros de un templo grecorromano en la localidad de
El-Tod.
Primeros descubrimientos
A menos de un metro de
profundidad Bisson de La Rocque se topó con un escondrijo que contenía unas
estatuillas de bronce de época saíta (siglos VII-VI a.C.), y muy cerca halló
cuatro pesados cofres de bronce. Tanto en sus tapas como en sus pomos de cierre
Bisson pudo leer el nombre de coronación de Amenemhat II, hijo y sucesor de
Sesostris I. Los cofres contenían un verdadero tesoro de oro, plata y
lapislázuli. Dos de ellos guardaban, entre joyas y lingotes de plata, diez
lingotes de oro, numerados en hierático del uno al diez, con un peso de 6,505
kilogramos cada uno.
El tesoro de Tod, que hoy
podemos contemplar en los museos de El Cairo y el Louvre, podría
interpretarse a primera vista como una muestra del amor filial de Amenemhat II
hacia su padre Sesostris, en forma de valiosísimo regalo. Sin embargo, el uso
del oro tenía en el antiguo Egipto significados más profundos.
En épocas anteriores se
habían hecho a los difuntos reales ofrendas funerarias de excepcional riqueza,
que no se limitaban a dotar al muerto de los alimentos y los útiles cotidianos
necesarios para la vida en el Más Allá. Por ejemplo, el arqueólogo francés
Jean-Philippe Lauer halló en las galerías subterráneas de la pirámide del
rey Djoser, de la dinastía III, cerca de 40.000 vasos de
piedra primorosamente cincelados. Un número semejante de vasos impide
considerarlos como simples contenedores de comida o bebida para servir al
difunto.
Los vasos de piedra eran por
entonces el mayor exponente de un alto estatus, una significación que se
trasladó al oro.
El metal de los dioses
El oro encabezaba la
jerarquía de los metales preciosos, delante de la plata, el electro y, por
supuesto, el cobre. Esto en parte se explica por sus características
físicas. Obsesionados por lo permanente, por lo que nunca muere, los
egipcios no podían dejar de primar al metal inalterable por
excelencia. Pero había también una explicación religiosa más profunda. El
brillo del oro evocaba el resplandor del dios Ra en toda su majestad, el sol en
su cénit; de hecho, se creía que el oro era la carne de los dioses, mientras
que sus huesos eran de plata y sus cabellos de lapislázuli.
Como, además, los egipcios
consideraban al faraón hijo del sol y lo identificaban con Ra, emplearon el oro
en abundancia en el ajuar funerario de sus reyes. Una de las fórmulas del Libro de los Muertos, por ejemplo, afirma:
"Tu cabellera está decorada con lapislázuli; la parte superior de tu
rostro es el resplandor de Ra; tu cara es una lámina de oro y Horus la ha
realzado con lapislázuli [...] Tu cuello está adornado de oro y forrado con oro
fino [...]; tu espalda está adornada con oro, está forrada con oro fino".
Según esta concepción, el
oro poseía poder regenerativo y ayudaba al faraón difunto en su renacimiento
como Osiris. De ahí que en las tumbas reales de época ramésida se crearan
unas cámaras funerarias llamadas "cámara del oro", donde se llevaba a
cabo la regeneración del rey fallecido. Muchas de estas cámaras estaban
pintadas de amarillo, color asociado con el oro y que fue imitado también por
los pintores en sus modestos hipogeos del poblado de artesanos de Deir
el-Medina.
La mayor recompensa
El rey era el único
propietario legítimo del valioso metal, por lo que sólo él podía otorgarlo,
como un don divino a ciertos personajes y por hechos excepcionales. Así
surgió un donativo real denominado "oro de la recompensa" u
"oro del valor", el regalo más distinguido que el rey concedía a sus
súbditos por servicios extraordinarios, ya fueran de carácter civil o actos de
valor en el campo de batalla. Este obsequio tomaba la forma de pesados collares
compuestos por discos de oro, llamados shebyu. En las pinturas de la tumba de
Ay en Amarna vemos cómo el faraón Akhenatón, los entrega a Ay y a su esposa Tia
desde el "balcón de las apariciones" de su palacio. El general
Horemheb, en su tumba de Menfis, exhibe también estos collares donados por
Tutankhamón.
El
shebyu no era la única joya del oro de la recompensa. En Tanis, el arqueólogo
Pierre Montet halló, entre los preciosos objetos del ajuar del general
Undebaunded, dos copas de oro y un plato de oro y plata, extraordinarias piezas
de orfebrería donadas, con dedicación expresa, por Psusennes I, y que hoy se
conservan en el Museo de El Cairo. Tutmosis III premió a su escriba real y
general Djehuty con un magnífico plato de oro, conservado en el Museo del
Louvre con su dedicatoria real.
No hay comentarios:
Publicar un comentario